Sin poesía, la luna solo sería la luna – Without poetry, the moon would only be the moon.

Pequeño

Esta es la historia de un árbol navideño que pasó de grande a pequeño. 

Es uno de esos cuentos de Navidad que cogen polvo en el desván, 

de esos que un día rescata el recuerdo…

¡Os presento a PEQUEÑO!

La vida de un árbol de Navidad, no es fácil en absoluto, verán… 

Hace veintidós años, me compraron en una papelería de barrio por cinco mil pesetas, lo que ahora serían treinta euros en una tienda cualquiera. La sensación de ver la luz y estirar las ramas fue completamente extraordinaria. Apenas diez minutos tardaron mis dueños en sacarme de la caja, en montar las tres partes de mi tronco y mi base de tres patas. Por fin… ¡por fin, estaba en casa! 

Mis extremidades de alambre y mis hojas de plástico estaban ya preparadas para sujetar las bolas brillantes y coloridas que adornarían mi cuerpo durante unos cuantos días. Todo a mi alrededor parecía estar en paz y en orden, me miraban orgullosos aquella mujer y aquel hombre. Entonces, me buscaron un hueco, junto a una mesa, frente a un espejo. Desnudo, pero sin frío, estaba deseoso de que me vistieran con mimo, de que me dejaran bien elegante, bien bonito. 

―¡¡¡Niñooooos!!!
Me dejó temblando aquel grito…
―Venid, ¡tenemos una sorpresa! ―añadió mi dueña. 

De pronto, el suelo comenzó a temblar y, mi cuerpo entero, a sudar. «¿¿¿Niños???». Aquella palabra me produjo escalofríos… Como de la nada, aparecieron tres seres de estatura pequeña que me miraban desde abajo con la boca abierta. 

Alaaaaa, ¡¡¡qué GRAAAAANDE!!!
«Me sentía guapo y galante, me sentía… ¡importante! Un metro y treinta centímetros de altura, ¡una verdadera hermosura!»
―Este es nuestro nuevo árbol de Navidad, ¡podéis empezar a montarlo ya! No es de verdad, es artificial, y muchos años nos tiene que durar.
«¿Artificial? Bueno, bueno, sin faltar… No daré piñas ni seré real, pero no tengo fecha de caducidad». 

Mi dueña, tranquila y contenta, les entregó una gran caja que, de adornos y guirnaldas, estaba repleta. Los “niños” se abalanzaron sobre ella y empezaron a rebuscar como perros en la arena… Bolas de colores salían disparadas por los aires, había mil objetos por todas partes. 

Entonces, me tocó el turno a mí, pero no podía huir… Se movían mis patas y mi tronco, por un segundo pensé que andaba solo… Me zarandeaban, me colocaban adornos de frutas y figuritas, salpicando mis ramas, hasta el suelo, de purpurina. 

Y, al ritmo de: “Quita, ¡esa la pongo yo!” y “Déjame a mí, ¡tú has puesto un montón!”, continuaba mi danza imparable, de un lado a otro, con los niños salvajes. 

«Tres bolas doradas juntas, ¿y el juego de contrastes, criaturas? Ahí tengo un espacio vacío, poned un adorno, ¡os lo pido! ¿Y esa figura sin cabeza y torcida, ¡quitadla enseguida! Menudo resultado… ¡apuesto a que soy el más hortera del barrio!» 

Al borde de un ataque de nervios, llegó mi dueña para paliar el sacrilegio. Me envolvió en espumillón rojo y plateado, llenando los huecos que parecían olvidados. Poco a poco, me fui calmando, y mis vacíos, de lucecitas, se fueron llenando: intermitentes, parpadeaban a todo color… Llegaba el turno de la estrella, ¡qué emoción! 

― ¡Yo quiero, yo quiero! ―se disputaban el trofeo. Mis dueños se miraban de reojo… 

― ¡La pondremos entre todos!
Los niños agarraban la estrella de puntillas y estiraban sus brazos hasta colocarla justo arriba. En ese momento, mis dueños apagaban la lámpara del salón y… 

―¡¡¡Ohhhhhh!!!
Llegaba el espectáculo de luz y color: yo era bello y grande, yo era un primor, yo brillaba en la noche, yo era el centro de atención… 

Al terminar las fiestas, llegaba el descanso y también la oscuridad, dormía en el armario de un humilde desván. De este modo, se fueron sucediendo múltiples navidades, mientras yo imploraba: «¡que vuelvan cuanto antes!». Sin embargo, año tras año, mis dueños y sus niños iban cambiando: su altura, sus caras, sus sonrisas y miradas… ¿Qué les pasaba? Ya no había “¡¡¡Ohhhhhh!!!”, no había clamor, no les importaba apenas… YO. Con el tiempo, fue así, que más que importante, me sentía el hazmerreír: 

― ¡Ja, ja, ja! Este árbol parece enano. ―Cambiadlo ya, está anticuado… 

― ¡Qué pequeño se ha quedado! 

Por esa razón, “Pequeño”, me bautizaron… y, por ese nombre, siempre me han llamado. Mucho tiempo ha pasado desde el día que me estrenaron. Los niños crecieron, los echo de menos… Y sí, tal vez ahora les resulto pequeño, pero conservo la riqueza de grandes recuerdos. En Navidad, no hay sustituto mío, pues yo he sido testigo… de mucho, muchísimo cariño. 

Hoy mis dueños me decoran con cuidado y esmero, ¡me han comprado adornos nuevos! Al parecer, esta navidad debía estar bien presentable, ¡hasta me pusieron mascarillas entre los alambres! Sospecho que es para cuidarme, pues me ven mayor y algo renqueante… Me gusta que me mimen así, junto a ellos yo soy feliz. 

Aquella entrañable época de cuento, la vivo ahora de nuevo con dos niños, tan traviesos como tiernos, a los que ellos llaman “mis nietos”. Para estos, yo no soy pequeño, soy un árbol grande, como el que un día adornaban sus padres, con su energía indomable, con su ilusión desbordante… 

«El mejor de todos los regalos alrededor de cualquier árbol de navidad es la presencia de una familia feliz» (Burton Hillis)

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