Sin poesía, la luna solo sería la luna – Without poetry, the moon would only be the moon.

Caos Perfecto

Ilustrador: Carlos Pineda

Aquella fría madrugada, el perro de la vecina ladró y Alicia se despertó. Su insomnio le impidió volverse a dormir y el helor que calaba sus huesos no daba confort a su cuerpo.
La culpa la tenía el insomnio o, tal vez, el frío de aquel horrible invierno, y el edredón barato que jamás sustituiría a un buen nórdico… Quizás, la culpa era del perro de la vecina o, mejor dicho, de la vecina por tener un perro… Claro que, era la sirena de la ambulancia la que lo había asustado… Puede que también fuera culpa del hombre borracho que había chocado contra aquel árbol…
Y es que no acababa de acostumbrarse a aquellas sirenas escandalosas sonando en mitad de la noche, a vivir tan cerca del hospital en aquella gran ciudad… En fin, Alicia maldecía todas aquellas cosas, todas aquellas causas:
«Maldito accidente… Maldita ambulancia… Maldito perro… Maldito frío… Maldito edredón barato… Maldito insomnio…»

Su cabeza daba vueltas, vueltas de trescientos sesenta grados… Se incorporó en la cama y, sin destapar sus piernas agarrotas de frío, puso el pie izquierdo sobre el suelo con tan mala pata que resbaló y cayó al suelo envuelta hasta el cuello
como un gusano de seda gigante.
Aún no había amanecido y ya se acababa de asegurar un buen moretón en el trasero. ¡Menudo panorama! La seis, ¡las seis de la mañana! Para un día que tenía libre a la semana… Nada podía ir peor…
Alicia necesitaba un café, un café muy caliente y bien cargado para despertar a sus huesos y a su cerebro adormilado. Pero sí, sí que podía ir peor, porque no le quedaba café en casa… El día anterior había olvidado comprarlo.
«Maldito bote vacío… Maldita memoria… Maldita suerte…»
Necesitaba un café. ¡Lo ne-ce-si-ta-ba!

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Como zombi por su casa, entró en el aseo y se miró en el espejo. Su cabello largo despeinado, sus párpados entrecerrados y las bolsas bajo sus ojos eran el signo inequívoco de aquella madrugada lamentable. Tanto era el frío que tenía y tanta era la pereza acumulada, que ni siquiera se desprendió de su grueso pijama afelpado.
Se calzó las deportivas verdes fosforitas, se enfundó en su abrigo rojo de plumas de oca y bajó al bar de la esquina, el más sucio y cutre del barrio, un
lugar que jamás había imaginado pisar… Escondió sus pelos de loca bajo la capucha de borrego artificial y se dejó la vergüenza en casa. Total, a esas horas quién iba a haber en aquella cafetería sino algún abuelo madrugador o algún pobre hombre ahogando sus penas en alcohol…

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―Un cortado largo de café, con leche de avena y azúcar integral. Por favor.
―Tendrá que ser leche de vaca. Entera, además. Y azúcar blanco, el de toda la vida.
El rechoncho dueño del bar la miraba con ojos impertérritos, como todos los dueños de bares rechonchos que conocía. «Niña pija», pensaba, pero su cara ni si quiera se alteraba.
―Era de esperar… ―respondió ella, enfurruñada.
―Alguien se ha levantado con el pie izquierdo… ―intervino un hombre de sonrisa socarrona que había apoyado en la barra mientras soltaba lentamente el pestilente humo de su cigarro.
Aquello no le hizo ninguna gracia, no le podrían haber dicho nada más inoportuno. O, tal vez, sí…
―Creo recordar que está prohibido fumar en recintos cerrados ―le dijo soltando una mirada vengativa.
El tipo soltó una sonora carcajada y, segundos después, empezó a toser, tanto que se vio obligado a salir fuera a tomar aire puro.
― ¡A ver si así aprende!
―Menudo humor de perros… ―interrumpió otra voz masculina por detrás.
«¿Humor de perros? Qué comentario tan oportuno…», pensó irónicamente.
Acto seguido, con el ceño fruncido y mordiéndose la lengua para cuidarse de no saltar de nuevo, se giró rápidamente hacia aquel… Ángel.

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Sí, ángel, porque aquel chico, aquellos ojos celestes y aquel rostro perfecto no podían ser de este mundo…
« ¡Y yo con estos pelos!», se lamentó.
Ahora sí, ¡ahora sí que no podría ir nada peor! Con las peores pintas imaginables, la peor cara imaginable y en el peor lugar imaginable se encontraba frente a frente con el chico más guapo imaginable…
―Hola, soy Miguel ―se presentó sonriente mostrando sus dientes blancos y relucientes.
Sin duda, era la sonrisa más bonita que había visto en su vida…
«Miguel… Nombre de ángel, cómo no…», pensó ella.
Alicia se quedó sin palabras con la boca abierta y cara de boba. Boba con pelos de loca.
―A… Alicia ―acertó a decir.
Entonces, su ceño fruncido desapareció, su mirada se dulcificó y sus pupilas se dilataron como por arte de magia.
Ya no necesitaba café para acabar de despertarse, por un momento pensó que nunca más quería volver a dormirse.
―Bonito pijama ―bromeó él para romper el hielo.
« ¡Tierra trágame! Trágame y escúpeme en otro planeta si es necesario…», pensó Alicia.
También pensó en salir corriendo. Ya no le importaba un pepino el café, ni la leche entera de vaca, ni el azúcar blanco, ni el hombre del cigarrillo… Deseaba volver a la cama, envolverse en su edredón barato y desaparecer de la faz de la tierra.
―Te sonará típico, pero, ¿qué hace una chica como tú en un lugar como este? ―continuó él.
―Yo… Yo quería un café…
―Te invito ¡Yo tomaré otro! ―le indicó al hombre rechoncho.
Ya no había escapatoria. Alicia, que no sabía si reír o llorar, le regaló media sonrisa y su mirada estupefacta.
El hombre rechoncho de gesto impertérrito les sirvió los cafés, Miguel los agarró por el asa con cuidado de no quemarse y ambos se sentaron en una de las mesas diminutas y pegajosas de la entrada.

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―Dime, Alicia, ¿qué haces despierta tan temprano? Me da que hoy no has pasado muy buena noche…
«Y qué lo digas…», pensó ella.
―No, la verdad es que no. Te-tengo insomnio ―tartamudeaba de puro nerviosismo ante esa mirada penetrante y azul que le cortaba el habla―. Un perro ha ladrado, yo me he despertado…
―Entiendo… Los perros no deberían ladrar. Por la noche, digo.
Alicia no sabía si aquel comentario era otra de sus bromas o si hablaba en serio.
Aquel chico era todo un misterio…
― ¿Y tú? ―se atrevió a preguntarle. Le mataba la curiosidad a ella también, no se explicaba cómo había llegado un ángel a parar a un lugar tan infernal…
―No, yo no suelo ladrar.
«Vale, muy bien, es otra de sus bromas…», pensó algo molesta.
―Je, je. No me hagas caso, la falta de sueño me hace decir idioteces ―se disculpó Miguel al ver su cara de circunstancia.
Alicia suspiró aliviada al ver que aquel ángel también sabía hablar sin bromear.
―Pues a mí también me han despertado a mitad de la noche… Una llamada de teléfono. Mi padre ha tenido un accidente― dijo adoptando un gesto más serio.

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― ¡Oh, vaya! Cuanto lo siento… ―exclamó llevándose las manos a la boca.
―Tranquila, no ha sido grave. Todo ha quedado en un susto.
―Menos mal…
―El hombre había bebido unas copas de más, conducía ebrio… Ha chocado contra un árbol. Pero el árbol está bien, sigue en pie.
De nuevo, Miguel sacaba a relucir su humor. Lo que Alicia no sabía es que, al igual que a ella los nervios le cortaban el habla, a él le hacían bromear a cada instante.
Enseguida, la joven empezó a atar cabos… El accidente, la ambulancia, el perro, ella… Una caótica sucesión de acontecimientos que la habían llevado hasta allí. A ella. Y a él. Una caótica coincidencia. O, mejor dicho, una perfecta coincidencia.
Una madrugada llena de caos, un caos perfecto.
Acabaron sus cafés, nada malos, por cierto, y salieron de aquel bar, ahora celestial.
―Debo volver a ver a mi padre…
―Te acompaño ―dijo ella.

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Al fin y al cabo, Alicia se había dejado la vergüenza en casa…
― ¿De verdad?
―No tengo nada mejor que hacer a estas horas… ―le contestó guiñando un ojo.
Miguel sonrío.
―Gracias.
«Gracias a ti», pensó ella.
Y, por primera vez en mucho tiempo, Alicia también sonrío.

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Y es que, para quien todavía no lo sepa, el amor es un caos…
un caos perfecto.

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