Mimi era un gato negro y brillante como el azabache. Tenía unos ojos redondos y amarillos como bombillas encendidas. De noche, era imposible reconocerlo, pues su piel se confundía fácilmente en la oscuridad. Pero, cuando abría los ojos y te miraba, podías saber con toda certeza que se trataba de él.
Sin embargo, eran muy pocos los que tenían la suerte de conocer a este solitario y tímido gatito. De día, dormía en su pequeño cubo de hojalata y solo salía a pasear cuando caía el sol. Y es que Mimi había tenido una infancia algo complicada… Era un gato tartamudo y, siempre que maullaba, los gatos del barrio se reían de él. «Mi-mi-mi-miau», decía él. Y no lograba decir simplemente “Miau”, como el resto de sus amigos. Estas burlas tan incómodas hacían que nuestro gatito se sintiera diferente a los demás y maullara muy bajito para que nadie lo oyera. De esta manera, Mimi se refugió en la oscuridad de la noche para que no pudieran reconocerlo.
Pero Mimi estaba muy triste, él quería tener al menos un amigo, un amigo de verdad. Por eso, cuando salía la Luna, él maullaba y maullaba pidiendo que ese gato especial se cruzara pronto en su camino. Una noche de luna llena, Mimi, cansado de tanto esperar, maulló con fuerza y la voz muy alta, convencido de que así ella podría oírlo y le concedería su deseo de una vez por todas.
― ¡Mi-mi-mi-miau! ―gritó a la luna.
Una estrella fugaz iluminó por un segundo el cielo en señal de que su deseo estaba a punto de suceder. Y es que la luna, siempre paciente y atenta, sabía que algún día Mimi lograría despojarse de su vergüenza y maullar alto y claro su gran deseo. Pero él, que parecía haber perdido toda esperanza, no supo ver la señal que ella le había enviado y lloró durante la noche, solo y desconsolado.
Una gata blanca de ojos grises, que dormía plácidamente en una calle cercana, oyó su fuerte y peculiar maullido y se despertó sobresaltada. Nuestra amiguita, de oído muy fino y visión algo borrosa, se acercó a su cubo de hojalata, de donde provenían los sollozos. Con su patita golpeó suavemente la tapadera…
―Hola, ¿estás bien?
―¿¿Qui-quién eres?? ¿¿Qué–qué estás buscando??
―Tranquilo, no busco nada. Es que te he oído maullar muy triste y quería ayudarte…
Mimi llevaba tantos años sin hablar con nadie que se había vuelto asustadizo y desconfiado.
―Ho-hola ―se atrevió a decir mientras abría lentamente el cubo.
La dulce gatita no pudo ver las lágrimas en los ojos de Mimi debido a su vista limitada, pero sí pudo oír su voz temblorosa y sentir su tristeza.
― ¿Qué te ocurre? ¿Por qué lloras?
―Me-me siento mu-muy solo…
Entonces, Mimi, que necesitaba contarle a alguien cómo se había sentido durante todos esos años, quiso liberarse por fin de la tristeza que guardaba en su corazón.
La gatita, serena y comprensiva, escuchó todas y cada una de las palabras que salían disparadas de la boca de nuestro amigo. Cuando él terminó de hablar y secó sus lágrimas, ella le acarició la patita para mostrarle su compasión y reconfortarlo.
―Me-me encantaría sa-saber tu nombre… ―le preguntó él.
―Claro, me llamo Luna.
Mimi se quedó pensativo por un instante y sonrío mirando al cielo.
―Gracias, Lu-luna.
Entonces se fundieron en un cálido abrazo, sellando así el principio de una verdadera y eterna amistad.