Sin poesía, la luna solo sería la luna – Without poetry, the moon would only be the moon.

La Vida Seria

Había una vez un payaso… Sí, un payaso. Un payaso que no usaba maquillaje, ni pelucas de colores, ni zapatos gigantes…Tan solo… Tan solo… una nariz roja… de payaso. Y es así, solamente así, como se diferenciaba del resto de la gente… Sí, de los “no payasos”.

Su vida era como este cuento, llena de puntos… suspensivos. Y es que este payaso dudaba de todo… ¡De todo! Bueno, en realidad, solo tenía una cosa clara: quería alegrar la vida de la gente.

De madre italiana y padre… Digamos que también era italiano… O, al menos, eso era lo que a él le habían hecho creer, siendo su apellido el que había tomado nada más nacer. Marco… Marco Risini se llamaba nuestro payaso.

Sin embargo, Marco nunca reía mientras trabajaba, mientras imitaba, ni cuando jugaba con los niños o contaba chistes… Él era serio, y serio era su ingenio. Pero cuando hablaba… la gente reía a carcajadas.

Y es que para él la vida era seria, y no porque no tuviera sentido del humor, no… De ser así nunca podría haber sido payaso… Lo que le faltaba era el sentido del amor. Sí, del Amor.

La vida de Marco y su mamá no era fácil y alegre en absoluto… Él estudiaba y estudiaba, y en su habitación solo siempre jugaba. Ella limpiaba y limpiaba, trabajaba y trabajaba, para saldar las deudas que le acechaban y las dos bocas que había en casa. Tan ocupada estaba que ni siquiera tenía tiempo para jugar con él, para hablar con él, para estar con él… Además, era muy seria, muy callada y reservada. El pequeño payaso, ni siquiera sabía cómo tenía los dientes su mamá, porque apenas mediaba palabra y ni los enseñaba las pocas veces que conversaban…

Tal vez os cueste creer que solo una vez sonrió en su vida… ¡Sí, una única vez! Y pasó durante su niñez… Que, ¿cómo fue? Bien, os lo contaré…

Era una lluviosa tarde de domingo… De esas en las que a uno no le apetece nada salir de casa, pero sí escuchar la lluvia a través del cristal y quedarse largas horas tumbado en el sofá. En la pequeña y anticuada tele por cable que había en el salón se estaba emitiendo un programa que, sinceramente, solo veríamos uno de esos domingos algo aburridos en los que la pereza y la lluvia nos invitan a apoltronarnos en un rincón… Al otro lado de la pantalla, un famoso humorista vestido de traje y corbata contaba sus chistes y peripecias a un público que no paraba de reírse. Marco, la verdad, no les encontraba la gracia… Quizás, debido a su corta edad, pues solamente tenía ocho años… O, quizás, debido a que, por muy famoso que fuera, sus chistes eran una mmm…. “patata patatera”. Una hora sin parar de hablar… ¡Una hora! Y sin dar un mísero trago a una botella de agua… Aquello, para este niño tan poco parlanchín, sí que tenía mérito… El monólogo de aquel tipo se había convertido en un ruido de fondo que se mezclaba con el sonido de la lluvia y el del agua golpeando el fregadero mientras su mamá lavaba los platos. Ella, a pesar de estar en la cocina, escuchaba con curiosidad las historietas que este hombre contaba. Nuestro protagonista, aburrido y harto de no entender nada, se entretenía contando las gotas que resbalaban por la ventana… «Chof, chof», decía cada vez que una de ellas perdía su forma y se fundía con el resto.

― ¡¡Ja, ja, ja ,ja, ja!!
«¿¿Cómo?? ¿¿Qué había sido eso??». No podía creerlo… Jamás había oído nada igual, nada mejor, nada más bonito… ¡Su mamá se había

reído! «Pero, ¿¿qué es lo que había dicho?? ¿¿Cómo era aquel chiste??».

En aquella época no había Internet, ni Youtube, ni Whatsapp, ni nada… Por desgracia, no podría volver a revivir aquel absurdo chiste, aquel mágico instante, aquella risa gigante… Por favor, ¡que alguien se lo repitiera! ¡Necesitaba saberlo! Necesitaba aprenderlo de memoria, contárselo a su mamá una y mil veces, hacerla reír todos los días y a todas horas para que siempre, siempre, siempre… estuviera feliz.

Sin pensarlo dos veces, saltó del sofá y, sigiloso, asomó su nariz respingona y sus ojos saltones por la puerta de la cocina deseando ver el gesto risueño que aquella carcajada le había dibujado en la cara… Pero no, ya era tarde, la alegría había durado tan poco como aquel chiste corto… Tanta curiosidad tenía, tanto deseaba alegrar su vida, que le preguntó a su mamá cuál había sido aquella frase tan graciosa…

―Nada, hijo, una payasada. Una payasada…

« ¿Una payasada? Pues… si es eso lo que te hace sonreír, ¡me haré payaso por ti!», pensó entusiasmado.

A la mañana siguiente, Marco comenzó a investigar todo lo que hacía falta para convertirse en un payaso… Un payaso de verdad, ¡claro! Para empezar: una peluca rizada y colorida, un sombrero con una flor sobresaliendo, unos pantalones bombachos y una blusa abotonada, ¡a ser posible de muchos y brillantes colores! También unos grandes zapatones con largos cordones… « ¿Se me saldrán al caminar? Eso es algo que tendré que averiguar… ». Y, cómo no, una nariz típica de payaso, roja y de plástico. De esas que aprietan las fosas nasales y te hacen hablar con voz de pato. ¡Ah, esperad! Y un buen repertorio de chistes era fundamental… «Seguro que con mi imaginación los puedo inventar…», se decía convencido.

Así fue cómo nuestro protagonista decidió hacerse payaso, para hacer reír a su mamá, para no verla sufrir, para que siempre fuera feliz… Tal vez alguno de vosotros esté pensando: “Oh, pero qué triste es este cuento… ¡Yo no quería ponerme serio, sino contento!”. Tranquilos, paciencia, ¡que todo llega! Os demostraré como puede cambiar una emoción con una sola sensación…

Como iba diciendo, Marco no se hizo payaso de la noche a la mañana… No, todo aquello requería una buena preparación, talento y algo de improvisación. Por ello, practicaba día a día delante del espejo, y también de sus muñecos. Los colocaba todos juntos sentados sobre la cama y él se situaba de pie frente a ellos. Con su mano derecha sostenía una libreta y con su mano zurda tachaba, apuntaba y la llenaba de ideas alocadas, imaginando que sus muñecos se reían a carcajadas… Eran como las típicas risas de bote, esas que escuchas por la tele y en cualquier canal porque todas suenan igual… Aquellas voces salían de su mente y del recuerdo de oír reír a la gente. Un paso adelante, un paso atrás, algún que otro giro y vuelta a empezar. Tenía bien estudiados cada uno de sus movimientos, pues ya se había fijado en cómo andaban los payasos… Se miraba de reojo en el espejo de su habitación hasta que llegó el momento de pasar a la acción.

Y bien, ¿con quién creéis que empezó a practicar de verdad? ¿Con su mamá? No, pues quería estar bien preparado antes de que ella le viera actuar. ¿Con sus amigos? Tampoco, no tenía ninguno en quien confiar y temía que de él se pudieran burlar. ¡Fue con Mauro, su vecino del cuarto!

Mauro era un hombre mayor de unos setenta y pico años. Tenía el pelo completamente blanco y un bigote espeso y largo. Era bajito y con cara de bonachón. Cuando le contaba sus chistes, él se reía un montón… Era argentino, de Buenos Aires, un bonito nombre que a Marco le hacía pensar en qué le habría llevado a cambiar de una ciudad con los aires tan buenos a una con los aires tan contaminados como la suya… Y es que Marco trataba de encontrar sentido a cualquier palabra, a cualquier cosa, por muy simples que parecieran…. Le llamaba la atención la peculiar forma de hablar de aquel hombre que, junto con su acento cantarín, le hacía tanto reír… Por dentro, claro. “Vos”, decía su vecino para dirigirse a él, y Marco se sentía importante… Pero, este nunca le preguntaba nada, no fuera a pensar que era un niño entrometido y fisgón, y le mandara a meterse en sus asuntos… Mauro, sin embargo, deseaba oír el sinfín de preguntas que los ojos curiosos de aquel niño especial gritaban a voces…

―Adelante, muchacho, ¿qué historietas divertidas me traés hoy? ―le preguntaba abriendo la puerta con la sonrisa entusiasta de quien va a recibir un regalo.

Los viernes por la tarde, después del colegio, Marco, que vivía en un tercero, subía las escaleras hasta el cuarto piso para contarle a su vecino las últimas novedades que había estado ensayando durante la semana. Eso sí, siempre en tono muy serio, como él…

―Malabares y un truco de magia ―respondía.
En la biblioteca de su barrio había encontrado manuales para magos y aprendices de payaso que cientos de cosas le habían enseñado. ―Genial, ¡estoy deseando verlos!

Marco atravesaba el interminable pasillo hasta el salón y Mauro se sentaba expectante en el sillón. Antes de nada, el pequeño se colocaba una peluca morada, un sombrero con flor incorporada, un blusón verde de manga larga, unos enormes pantalones a rayas y unos gigantes zapatones naranjas. Por último, sacaba de su mochila los utensilios de payaso que había preparado para la ocasión…

―Marco ―le susurraba él―. Olvidás la nariz…

―Ah… sí…

Entonces, rebuscaba entre sus cosas y la sacaba, a veces algo deformada, y se la acoplaba en su nariz de carne y hueso.

Y así daba comienzo el espectáculo del joven aspirante a payaso… ¡Marco Risini! Al aire lanzaba tres pelotas de goma, ¡dos cogía con las manos y la otra con la boca! Con una baraja de cartas de tu atención se apoderaba y, sin saber cómo, hasta el pensamiento te adivinaba…

―Elige una carta.
― ¿Puedo guardarla?
―Sí… pero sin arrugarla…
―Está bien, así lo haré.
―Ahora vuélvela a meter con cuidado de que no la pueda ver.

Al decir esto, Marco cerraba con fuerza los ojos y segundos después entreabría uno de ellos para asegurarse de que ya estaba dentro y podía continuar con el juego. Barajaba de nuevo las cartas y con un misterioso truco, la adivinaba y la sacaba. Sin mediar palabra, el dos de corazones le enseñaba…

― ¡Eso es, muchacho! ¿Cómo lo has averiguado!

―Ese es un secreto que jamás yo desvelo ―contestaba el niño en tono serio.

―Muy bien, hombrecito de pocas palabras… ―decía Mauro con una carcajada―. ¡Sosun payaso y un mago extraordinario! Seguí así, y llegarás alto…

Marco torcía levemente su boca, con un amago de sonrisa que mostraba cierta alegría.
―Marco… ¿te puedo hacer una pregunta?
El niño se encogía de hombros con aire indiferente, pero con una timidez latente que apartaba su mirada de frente…
― ¿Por qué sos tan serio?
Aquella pregunta le había desconcertado y vaciló durante un rato…
―…Porque la vida es seria.
― ¿Y por qué creés vos que la vida es seria?
―Bueno… Mi mamá es seria, mis profesores son serios, la gente de la calle es seria, las noticias de la tele son serias… y yo soy serio. ― ¿Eso creésde verdad?
―…Sí.
―Pues yo creo que teequivocás.
El niño, de repente, miró a su vecino fijamente.

―Te diré algo que aprendí no hace mucho… La vida no es seria, ni divertida, ni triste, ni alegre… La vida es la vida, y es tal como vos la querés ver. Y tal como vos la querésver es como vos la vas a vivir. Si la vida que vivís ahora es seria es porque es así como vos la ves, no como es en realidad. Pero podésdecidir cambiar la careta en cualquier momento. Por qué llevar siempre la misma… ¿cierto?

« ¿La careta?», se extrañó Marco.

―Sí ―continuó Mauro como si le hubiera leído el pensamiento en su ceño fruncido―, ¡la careta de serio por la de contento! Verás, si bien decidís seguir viendo la vida seria, adelante, la vida te seguirá dando razones para tener una vida seria, porque ella quiere darte lo que buscás, lo que sentís… Mirá, muchacho, la vida es como una poesía, podésrimar al ritmo de la tristeza o al ritmo de la alegría. Cien razones existen para estar serio y cien razones más para estar contento, pero la ciento una marca el peso de la balanza de tu vida, y esa la elegís vos.

Las pupilas de Marco se movían de un lado a otro tratando de asimilar toda aquella información…

Decime ―prosiguió Mauro―, y las cosas que vos hacés… Los chistes, los malabares, la magia… ¿también son serias?

―…No…

― ¿Y por qué las hacés ?

―…Para hacer reír a los demás.

«Y para hacer reír a mamá…», pensaba a su vez.

― ¿Y por qué no te reís vos también?

―Yo… Bueno, yo… ―titubeaba Marco, confuso.

―Entonces debe de haber algo en ti que no es tan serio como crées, ¿no es así?

El niño se quedó pensativo unos instantes e hizo un intento fallido de responder al anciano.

―No, Marco, no tenésque decir nada. Pensá sobre esto, solo pensá… Y tené esto muy presente: si cambiás tu careta, todo a tu alrededor cambiará con vos.

Y ese fue su último consejo… Sí, su último consejo, porque unas horas después, en el silencio misterioso de la noche, el cansado corazón de Mauro dejó de latir…

Aquella última conversación con su amable vecino quedó grabada en su memoria para siempre, como los pliegues tramposos que hacía en sus cartas antes de barajarlas…

Sin embargo, ni una lágrima de tristeza derramó Marco, aunque su corazón sí que estaba inundado de charcos…
«Los corazones nunca deberían dejar de latir y menos aún, sin podernos despedir…», pensaba impotente nuestro niño. Definitivamente, su

pobre vecino estaba equivocado, porque la vida sí que era seria. Muy seria…

Tal vez, en aquel momento, Marco no estaba preparado para comprender a aquel hombre que animaba sus días tristes, aquel que se había marchado sin despedirse… Tal vez, era muy joven e inseguro, demasiado nuevo en este mundo… Tal vez, no estaba listo para entender que su vecino de arriba tenía toda la razón aquel día…

Los años pasaron y Marco se convirtió en un gran payaso. El tiempo y los genes quisieron que fuera calvo, y que el escaso pelo anaranjado que le quedaba a los lados de la cabeza fuera rizado y encrespado. Y qué decir de su nariz grande y respingona… A todas horas estaba colorada como un tomate, pues una misteriosa alergia la hacía enrojecer y hablar siempre con voz nasal y acatarrada. Como veis, la naturaleza, muy sabia ella, ya se había encargado de que pareciera un payaso sin necesidad de disfrazarse… Al fin y al cabo, eso era lo que él quería ser, ¿verdad? Pues bien, por esas mismas razones y porque tampoco le gustaban mucho los colores, Marco siempre vestía con un traje blanco y negro, y una pajarita en el centro de su cuello. Aclamado y aplaudido por todos, su carácter serio y su peculiar talento le habían llevado a conocer la fama en todo el país. ¡Un payaso serio! ¡Qué paradoja! Aquello sí que tenía gracia… A menudo, aparecía en programas de la tele, y también había hecho sus pinitos en la radio contando su divertidísimo repertorio de bromas y chistes. Eso sí, a pesar de los años, a pesar de la divertida naturaleza de su trabajo… Marco nunca nunca… reía.

Su mamá, cómo no, se había convertido en su fan número uno. Asistía a todos sus espectáculos, lo acompañaba en las giras alrededor del país, lo veía actuar siempre por la tele… Por supuesto, Marco estaba encantado y muy contento de poder contar con su compañía, pues verla sonreír le alegraba enormemente el corazón. Sin duda, había superado con creces su gran objetivo desde pequeño: hacer reír a mamá. Era tan gratificante… Y ella estaba muy orgullosa de su querido hijo payaso, como era de esperar, y, aunque nunca se lo hubiera expresado con palabras, sus risas y su mirada lo confirmaban… Marco tampoco esperaba que un día se lo dijera, su mamá no era así y, con el tiempo, bien había aprendido que cada uno se expresa a su manera. Él también estaba orgulloso de haber conseguido su deseo de ver por fin feliz a mamá, pero eso no le había devuelto lo que de verdad anhelaba… Sentía en su interior, en lo más profundo de su corazón, que existía un objetivo todavía mayor… Pero, ¿cuál? Cada vez que se miraba en el espejo de su camerino, su reflejo le susurraba: «Aquí falta algo… Aquí falta algo…». « ¿Qué falta? ¿¡Qué!?», le preguntaba él. « Fíjate bien, ¡lo tienes que ver!», añadía el reflejo por última vez. « ¡Pues yo no lo sé…!», se quejaba él.

Marco buscaba día a día en su cara…

« ¿Cómo es que no encuentro nada?»,

respondía su boca malhumorada.

Pero eran sus gestos y su mirada
los que valiosas pistas le daban…

Con la vista, la respuesta no hallaba,

era el corazón el que mejor observaba.

«Los ojos son el espejo del alma»,
su pensamiento, atento, le ayudaba.

«Y la boca, la amiga que la acompaña»,

su reflejo le murmuraba.

Un día, como otro cualquiera, regresaba a casa con cierta prisa… Caminaba por la calle sumido por completo en sus pensamientos y quehaceres. Ojeaba con una mano su apretada agenda y la otra la guardaba en el bolsillo del pantalón. Con sus peculiares andares de payaso, movía la cabeza de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, como el péndulo oscilante de un reloj de pared.

Al otro lado de la calle, un niño lloraba a razón de una rabieta de tremenda pataleta…

― ¡No cruzarás en rojo! ―advertía la madre con enojo.

― ¡Pero si no viene nadie! ―le gritaba él, suplicante.

Alzando la voz hablaban los dos, enzarzados en una escandalosa discusión. La gente de la calle los miraba expectantes… Marco ni se inmutaba de estas notas discordantes, ajeno a lo que sucedería en breve instantes…

― ¡¡Aaayyy!!

Al suelo cayó nuestro payaso… ¡Y menudo batacazo! Disparada por los aires salió su agenda y fue a introducirse dentro de una papelera. ¿Qué? ¿Que cómo ocurrió este tropiezo? Pues de la manera más previsible, más típica, más absurda… ¿Sabéis con qué fue? … ¡Exacto! ¡Con una piel de plátano!

« ¡Pero qué mala pata!», pensaba Marco, no imaginaba que aquella fruta era un regalo…

De pronto, parecía que el tiempo se hubiera parado… ¡Había gente mirándolo por todos lados! Y este, solo y dolorido, se encontraba allí tirado, acaparando la atención de todo el mundo, hasta de las farolas, que parecían inclinarse ante él con sus cuellos gigantes.

El niño, que lloriqueaba en la acera de enfrente, abrió los ojos como platos y enmudeció de repente. Jamás había habido un silencio igual en plena peatonal…

―¡¡Ja, ja, ja, ja, ja!! ¡¡Ja, ja, ja, ja, ja!!
Segundos después, una carcajada sonora e infinita soltó el pequeño al ver a Marco tendido en el suelo. Del llanto a la risa pasó y todo el

mundo se contagió…

―¡¡Jo, jo, jo, jo, jo!!

―¡¡Je, je, je, je, je!!

―¡¡Ji, ji, ji, ji, ji!!

Carcajadas de todo tipo se oían allí, nadie podía parar de reír… Marco, tumbado en plena calle y con la mirada puesta en el cielo, escuchó la risueña voz del niño y algo en él se despertó…

Ya no le dolían el trasero ni la espalda, sino una parte de su cara que solo para hablar y comer utilizaba… ¡La boca!

«Qué extraño…», pensó él, y entonces se puso de pie.

Un nuevo reflejo vio en el escaparate, con una sonrisa gigante y unos ojos muy brillantes. ¡Otra careta lucía ahora su semblante! La conversación con Mauro recordó al instante…

― ¡Ahí lo tienes! ―le dijo el reflejo ―. ¡Eso es justo lo que te faltaba!

Entonces, conoció la alegría de la vida, la que durante años había estado ante sus ojos escondida, la que no se había permitido vivir cada día… Todas sus dudas se disiparon y una luz se le encendió… Una luz que recibía el nombre de Amor. Marco, empezó a mirar la vida a través del corazón, pues, al parecer, su vecino tenía toda la razón:

«La vida era… para vivirla como viniera».

Y colorín colorado, ¡deseo que este payaso la sonrisa te haya sacado!

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